Cuento: "Cristales".
Cristales.
—¡Dejá eso ahí! ¿Siempre lo mismo con vos, Agustín? Me prometiste que te ibas a portar bien. ¡Mirá que si nó no salimos más eh!
Agustín depositó la nave de nuevo en su estante. Sabía que la amenaza del fin de los paseos era mentira, siempre terminaban saliendo los domingos. Lo que le daba vergüenza era que su madre le gritara delante de todos. Y la nave le había gustado mucho, venía en una caja enorme pero sin tapa, se podía tocar y hasta ¡hacía ruidos!: algo en un inglés digitalizado, seguido de varios sonidos explosivos, como si se estuviese tirando rayos láser. Agustín, con cuatro años, no entendía una palabra, pero el ruido, el rojo chillón, los detalles. Era preciosa. Y cara. Lo suficientemente cara para que él nunca la pudiera tener, como la mayoría de los juguetes que tanto disfrutaba ver cada domingo en la juguetería de enfrente de la plaza. Pero el comercio y las posibilidades económicas eran algo que él todavía no entendía, aunque algo sospechara. Sus juguetes nunca eran tan brillantes y lindos como los de los demás, y mucho menos como ésos.
Su madre lo tomó de la mano, y medio tirando lo condujo a través del pasillo, para que no empezara a toquetear todo. Sentía unas ganas terribles de abrir las cajas. Se imaginaba a sí mismo con éste barco, con aquella bicicleta, con Batman y Superman. Pero no con los que él tenía, que eran de goma y no se movían, él quería ésos, esos grandotes y coloridos del estante de abajo. A duras penas pudo su madre arrancarlo de la juguetería, entre amenazas y promesas de futuras recompensas, que siempre terminaban siendo alguna golosina y unas vueltas en calesita. Nunca tuvo aquellos juguetes, pero el recuerdo de los domingos tirando del brazo de su madre entre los pasillos de la juguetería lo acompañaría por el resto de su vida, y lo consideraría el más dulces de su infancia. Incluso las amenazas vacías de su madre y algún que otro reto. Cada tanto la ve, pero ni ella ni él son los mismos.
No sabe cuánto tiempo lleva sentado en el desvencijado banco de la plaza. Podrían ser horas, días. El frío ya no es un problema, no recuerda cuándo fue que dejó de sentir los pies. Encendió el segundo de los cuatro cigarrillos sueltos que había conseguido, guardados en un cajetilla vacía encontrada junto al cordón de la vereda. Casi lo atropella un colectivo, que lo esquivó entre bocinazos e indescifrables insultos que se perdieron en una nube negra de gasolina quemada. No escuchó al colectivo, ni las bocinas, ni los insultos. Y las nubes tóxicas de los caños de escape ya le resultaban imperceptibles.
Los caminantes se mueven en patrones a su alrededor, todos siguiendo los caminos marcados en el suelo. Antes, hace mucho, no estaban, lo recuerda bien. Un caminante se acerca e intenta hablarle, pero Agustín no termina de comprender lo que le dicen. Sabe que el extraño es peligroso, y trae algo en las manos, así que le grita para ahuyentarlo. La persona le deja una bolsa y se aleja rápidamente. No parece asustado, pero tampoco amigable: los extraños nunca lo son.
Agustín rompe la bolsa que se deshace en prendas, que huelen raro. Reconoce un par de medias, se las pone casi por inercia. La suciedad acumulada en sus pies hace que no se deslicen, más bien se pegan a su cuerpo. Forcejea hasta que sus pies se cubren por completo. No es más que es otro intento de los extraños para llegar él, pero, aun así, las medias se sienten confortables. Malditos.
Observa la juguetería. O más bien el lugar donde solía estar la juguetería, antes de que la doblegaran y la transformaran en ese espacio tumultuoso, con grandes ventanales iluminados y repletos de zapatillas de colores. Hubo un tiempo en el que él tenía también zapatillas: unas Pampero que todos sus compañeros de clase le habían elogiado.
¿Dónde estarán ellos hoy?... ¿Se habrán salvado?. ¿Dónde habrán quedado las Pampero?
La chica rubia con el culo grande pone una cadena en la puerta, mientras todos los otros tipos van saliendo, mitad hijos de puta, mitad víctimas. Todos van vestidos iguales e ignorantes de lo que pasa a su alrededor. Que se jodan. Una vez intentó decirles, pero vino la policía y lo sacaron a patadas. Apagan las luces del local, y así a oscuras vuelve a tener el aspecto de juguetería. ¡Nadie se da cuenta! Pero Agustín lo sabe, por eso debe quedarse ahí, en su banco, por las dudas. Solo hay que correr cuando vienen los policías, o esas mujeres con polleras largas que hablan y hablan, y siempre le quieren regalar un libro. A veces tiene que ahuyentarlas a gritos, sabe no son peligrosas, pero no entienden por las buenas. Pero después vienen otra vez los policías y lo obligan a dejar la guardia. Igual, debajo del paso a nivel del tren hay una galería, y si va derecho hasta ahí, siguiendo las marcas en el suelo, se puede quedar un rato de manera que cuando vuelve al banco ellos ya no están. Aparecen y desaparecen por todos lados, pero Agustín les lleva años de ventaja. A veces hasta pasan por su lado, pero si Agustín se queda quieto y no los mira, ellos tampoco lo ven.
Esa noche es más fría de lo normal. En la bolsa hay una frazada, no es mala idea abrigarse, total ya no quedan caminantes, la plaza está vacía. Por la noche es más seguro moverse, a veces camina hasta el cantero (el lugar donde estaba la calesita que también fué devastada) donde ahora hay un árbol, y se sienta a fumar. Decidió sacar el tercer cigarrillo, pero la caja está vacía. No vale la pena levantarse. Aparte está cansado y siente deseos de dormir. Se acurruca en el respaldo, se envuelve en la frazada e intenta dormir sin perder el estado de alerta, una facultad que desarrolló hace mucho tiempo.
Gracias a su habilidad, despertó súbitamente cuando sintió una mano posarse sobre su brazo. Su madre, otra vez. A veces viene a hablarle, a decirle que vuelva a casa, a prometerle garrapiñadas. Pero es mentira. Las últimas veces que intentó volver no encontró el camino, porque todos los días cambia de forma, y la casa se desplaza de un lugar a otro. Seguramente es uno de ellos haciéndose pasar por de su madre para engatusarlo. Lo único extraño es que, a diferencia del resto, esta vez le entiende, y ella parece entenderle a él. Pero dá igual.
—Agustín, vamos, dale, te llevo a la juguetería. Dale, vamos—. Lo dice con firmeza pero sin violencia.
—La juguetería no está, ya me fijé.
—¿Entraste?
—No pude, y si voy viene la policía y me saca a patadas. Están arreglados con ellos. Son todos la misma mierda.— le dice, pero sin mirarla. No olvida que ella podría no ser su madre.
— No les lleves el apunte, la juguetería está ahí, recién vengo. Dale, levántate, vamos a ver la vidriera por lo menos. Si vas conmigo no se van a animar a retarte, y si te quieren agarrar, me meto yo— Sonríe mientras lo dice.
Agustín rió. No parecía una mala idea: si iba con su madre, seguramente no le dirían nada. Aunque también podría ser uno de ellos. Sintió como le jalaba el brazo y lo ayudaba a reponerse, pero había estado tanto tiempo acostado que se le habían dormido las piernas. Decidió apoyarse en ella y dar unos pasos, hasta que se le pase el cosquilleo. Su madre seguía siendo tan robusta como cuando era niño. El cosquilleo le duró hasta que estuvieron justo enfrente de la juguetería: pero seguían estando todas esas zapatillas de colores, aunque no tan llamativas sin las luces.
—¿Ves? Me hiciste levantar al pedo. Hay zapatillas.
—Agus... —le dice en tono cariñoso — los juguetes están adentro.
— ¿Y vos cómo sabés?
—Mirá— dijo la madre, y revisando en su bolso sacó un adoquín de los que formaban el cantero de la ex calesita. Mientras Agustín dormía su madre se había tomado el trabajo de arrancar uno.
Acto seguido, se acercó a la vidriera y de un fuerte golpe destrozó todo el cristal, que explotó en miles de fragmentos dejando ver que, en efecto, todos los juguetes estaban ahí, brillantes, hermosos. Era una fachada. ¡Toda la zapatillería era una fachada!
Agustín y su madre entraron, sigilosamente, cuidando de no pisar el suelo cubierto de vidrios, aunque su emoción fuera tal que, pese a estar casi completamente descalzo, ni se preocupó. Juntos volvieron a recorrer como hacía tantos años los estantes repletos de juguetes caros, con grandes y coloridas cajas. Ahí estaba la nave espacial que hacía ruido. Y pese a ser ya un adulto, no pudo evitar la tentación de volver a sostenerla en manos ¡Que hermosura!
—¡Dejá eso ahí! ¿Siempre lo mismo con vos, Agustín? Me prometiste que te ibas a portar bien—. Dijo su madre, entre risas y volvió a tironearlo del brazo, perdiéndose entre los pasillos abarrotados que parecían nunca terminar.
El cuerpo de Agustín fue hallado a la mañana siguiente por los primeros transeúntes, y el parte oficial confirmó que la causal de muerte fue un cuadro agudo de hipotermia.
Todos los comerciantes de la zona lo lamentaron, hacía años que lo conocían, siempre en su banco de la plaza, sin molestar, con una mirada perdida. Sabían que todo había comenzado con la muerte de su madre. Al principio eran horas, aparecía y desaparecía en intervalos irregulares. Con el tiempo, a medida que empeoraba su condición, comenzaron a ser días enteros. No se le conocían otros familiares o amigos, por lo que la gente del barrio solía llevarle comida y abrigo que él, aunque gritando palabras sin sentido, siempre terminaba por aceptar.
A veces se lo veía hablar solo, pelear, haciendo gestos. Una sola vez tuvo que interceder la policía, una tarde que entró a los gritos al local de zapatillas, de ahí que cada vez que alguna autoridad se acercaba, él corría hasta la galería de la estación y se quedaba dando vueltas. No entendía ni quería ayuda alguna.
Agustín ya había elegido su lugar, sufriendo en su silenciosa agonía, noche tras noche. Junto al cuerpo se encontró una bolsa rota con algunas prendas y un adoquín, arrancado del cantero ubicado a unos metros. Lo que nadie supo explicar fue por qué las plantas de sus pies estaban completamente cubiertas de fragmentos de vidrio, ni de dónde habían salido.
Tampoco a nadie le importó.
Maut.
Comentarios
Publicar un comentario